19 de marzo de 2007
Nada casual
Cada mañana, cuando bajo del autobús hacia la oficina, me cruzo con el paseante de perros. Es paseante de un pastor alemán y un husky de ojos claros sin correa. Hace poco tiempo reparé en que eran precisamente un husky y un pastor.
En mi barrio me cruzo a menudo con otro paseante de husky y pastor alemán, también paseante sin ataduras. No son el mismo paseante ni los mismos perros; los perros del paseante de Recoletos parecen más viejos, en especial el husky, que da pasos lánguidos y achacosos lejos de su paseante. Los perros de mi barrio tampoco son jovencitos. Tienen los cuatro perros un mismo porte dócil, curtido y obediente. Y los paseantes se parecen, con su aire rasta sin techo. Voy en bici un sábado y me cruzo con mi paseante del barrio por el parque. Bajo del autobús y me cruzo con mi paseante de las ocho de la mañana. Esta coincidencia de razas, aspectos y modos de pasear sigue asombrándome cada mañana y cada sábado.

Las casualidades no existen, o existen poco. A menudo cuando caigo en la cuenta de que se está produciendo una, miro hacia otro lado mentalmente: no quiero saber la causa. Es posible que no me acuerde de su cara, pero lo he visto: sí, bajé el otro día en su misma parada. Se perdió entre la mucha gente que cruzaba el Paseo de la Castellana en dirección opuesta a la mía y se parecía asombrosamente a mi padre. Asombrosamente.
Cuando iba sentada frente a él, esa certeza, el parecido inverosímil del viajante con mi propio padre, y por lo tanto, conmigo misma, me trastornó tanto que me vi obligada a decidir bajar en su parada. Sí, lo haría. Lo seguiría y averiguaría si mi abuela tuvo otro hijo, tal vez mi padre un mellizo, era la posguerra. Bajó apoyado del brazo de una mujer, de edad aproximada, tal vez poco mayor, su pareja sin duda. Durante el trayecto no habían cruzado una palabra. Él leía, no un periódico de los gratuitos, sino un buen libro: leía Niebla, de Unamuno. Un Niebla de la exacta colección morada de Austral que mi padre conserva en la biblioteca del salón. Pude observarle con toda la desazón que me permitió mi creciente nerviosismo. Las mismas cejas pobladas y puntiagudas, imposibles. Los ojos algo hundidos, más grises ahora que castaños. Las pecas que ya son manchas, exactas en una cara morena. Los labios finos. Un peinarse canas a lo Charles Aznavour. Un definitivo tono de voz parecido, quebrado y manso. No quiero saberlo, pero tengo que seguirle.
Tuve que seguirle.

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Lo pensó A. a las 12:20 | Enlace a la entrada | 5 Comentarios
15 de marzo de 2007
Muy demasiada información
Seamos serios: no es posible que tantos y tantos y más blogs y foros y páginas de opinión en periódicos digitales se rellenen todas en el tiempo libre personal de que cada uno dispone. Es estadísticamente imposible. O bien tenemos todos muchísimo tiempo libre o bien en este país se disfruta de considerable tiempo libre durante el curro, digámoslo de una vez.

Me gustaría leer cifras sobre los picos de carga de red contra los picos de acceso a los gestores de blogs en horario de 9:00 a 18:00.

La historia de las pérdidas de tiempo en el curro debidas a internet (antes también había, pero estaban más relacionadas con la máquina del café) comenzó con el correo electrónico. Recuerdo cuando solo tenían cuenta de correo los jefes. Y por supuesto, los mensajes tenían que estar relacionados con el trabajo mismo. Recibir un correo electrónico y más aún, escribirlo, era un puntito más que moderno, era definitivamente insólito y original. Yo tenía una cuenta en una universidad alemana por entonces. Era prácticamente de la única forma que se podía acceder a Internet, sin cibercafés, ADSL ni magnaminidad empresarial. Me comunicaba solo con otros estudiantes o bien con amigos (jefes) de España que trabajaban en empresas de investigación o similar. Aunque no tuviera más que hablarles de lo que le había costado sacar el hielo del parabrisas de su coche al vecino yo escribía y escribía, para tener la satisfacción de oír el piip en mi maquinón unix al día siguiente. Podía ocurrir en medio de una clase y el resto de los alumnos se enteraba. No pasaba nada. Era cool.

Luego, al hacerse más común, como todas las cosas que se hacen más comunes, fue tomando dimensión de status, bajando por las castas sociales activas. Poseer cuenta de correo, aunque se usara a hurtadillas en horas de oficina, suponía tener que usarla. Y el salto se dio con las primeras cuentas gratuitas, accesibles por fin a cualquiera, que con celeridad pasmosa llevaron del disimulo al más absoluto descaro actual “espera que leo mi correo y te entrego el informe”.

Con el acceso a internet más o menos claudicado en las empresas llegaron los periódicos digitales. Podías saber con absoluta seguridad cuando alguien se empapaba de información digital diaria por su semblante culpable a la vez que totalmente inactivo. Una falta de tecleo total, un dedo posado eternamente en el ratón de hacer scroll y el café enfriándose. Las páginas de los periódicos recargaban más lentamente a primera hora de la mañana y a mediodía.

Al fin y al cabo, al principio había poco donde elegir. La participación era más bien inactiva, puros receptores de ecos de sociedad, imágenes y chismes variados. No demasiadas direcciones interesantes y conocidas donde hacer clic y por supuesto, nunca darse por enterado el primero de las noticias online, por si acaso. Continuar con la tarea por si acaso y teclear después más deprisa por si acaso.

Creo que el 11-S cambió el panorama de Internet, entre otros panoramas que ha cambiado, para siempre y sin complejos. De repente, era lícito enterarse de lo que pasaba, era prácticamente vital hacerlo al segundo. Y el fenómeno comenzó a ser también opinable. Y quedaron obsoletas las tertulias de café y nacieron los blogs.

Entretenerse ha cambiado de postura y de órgano y ahora nos sentamos y usamos las manos donde antes lo hacíamos de pie y oralmente. Cotillear con el compañero del otro extremo de la sala sobre la serie del día anterior lo hemos cambiado por contarlo al espacio anónimo e infinito donde todo hace eco con menos consecuencias directas. Donde nadie nos interrumpe y donde la hipocresía social tiene poco sentido. Pero no cabe duda de que seguimos necesitando esos intercambios de opinión donde escondernos y aliviarnos en medio de la jornada laboral. Y en vez de pasearnos por las mesas nos paseamos por los blogs, los ajenos y los propios.

Como mínimo, hay que agradecer al fenómeno blog la ausencia de ruido ambiental en todas las oficinas, lo cual por ejemplo, mi jefe agradece mucho.

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Lo pensó A. a las 11:34 | Enlace a la entrada | 2 Comentarios
13 de marzo de 2007
Receta contra el insomnio nocturno

Voy a dedicar esta receta a mis potenciales lectores insomnes y quejumbrosos, me lo agradecerán. La escribí hace mucho tiempo, tal vez más de cuatro años, irónicamente, en la fase de mi vida en la que de menos insomnio he disfrutado. Aplíquese sin abusar, produce adicción.


Ingredientes
:

  • Individuos que hace tiempo no oyen referirse a ellos como “este chico” o “un joven”; una unidad, resignada,
  • Coches con tufillo a ITV por caducar, una unidad, recién lavado,
  • Atascos automovilísticos, 15
  • Lluvia imprevista, a granel,
  • Hijos de edades comprendidas entre los 0 y los 5 años, o, de no haberlos, sobrinos, en cantidad variada. En casos extremos, usar vecinitos,
  • Amor paterno-filial o paterno-sobrinal, cinco kilos, calidad extra,
  • Teléfonos móviles, cientos, con su sonoro machacante a elegir,
  • Tareas remuneradas, las habituales,
  • Tareas sin remunerar, las habituales,
  • Domicilio, el de siempre, si bien bastante sucio,
  • Mando a distancia para la tele, una unidad, con pocas pilas,
  • Paciencia, autocontrol, y serenidad, varios litros; embotellados o en tetrabrik, a ser posible, evítense los “de abertura fácil”, es una trola.

Modo de empleo:

Antes de empezar, se ha de procurar que el individuo haya estado macerado no menos de ocho horas en un escabeche de tareas, atascos, lluvia y llamadas de teléfono.

Ligeramente escurrido, se le deposita en el domicilio elegido. Se deja reposar breves instantes, evitando que el preparado se enfríe.

Con un movimiento rápido y decidido, se le insertan hijos, sobrinos o vecinos, según se prefiera, en las costillas, espinillas, dedos de las manos e incluso en los ojos. Ha de hacerse con celeridad y precisión, de modo que al individuo no le dé tiempo a reaccionar ni deshacerse de ellos.

A continuación, se aplica con generosidad un salseado de amor paterno (filial, sobrinal o vecinal) al individuo que, probablemente, yace en el suelo. Valiéndonos de una o dos cucharadas de paciencia, vamos despojando al individuo de las adherencias sobrevenidas, reservando éstas en plato aparte, pero que quede a mano.

Lentamente, se ponen a cocer las reservas de amor, autocontrol y serenidad junto con el caldo que han rezumado las adherencias infantiles en el plato aparte. Se liga el conjunto y se reboza al individuo completamente, en semitemplado –no subir en exceso la temperatura en esta fase, pues el resultado podría cortarse-

Nuevamente se deja en reposo. Por último, se le adjunta el mando del televisor y se le sintoniza una teleserie, a discreción. (opcional; el resultado suele ser el mismo con o sin teleserie, con o sin peliculón)

Se comprueba que el individuo se precipita al estado de coma profundo.

Es entonces el momento de la consumición (que no de la degustación) de esta receta.

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Lo pensó A. a las 19:15 | Enlace a la entrada | 1 Comentarios
9 de marzo de 2007
Sentimientos anónimos y pasajeros repentinos

Me he enamorado. En el metro. Como en la canción de James Blunt. Solo que él no era beautiful. ¿Puede un chico ser beautiful? Una chica es preciosa. ¿Es precioso un chico? Una chica bonita. ¿Un chico bonito? Oh. Verdad que no. Les da un toque como inanimado, cosificante. A nosotras solo nos da un toque bonito. Cosa más injusta. Bueno, pues eso, que me he enamorado.

Él, ni bonito ni precioso, era sin embargo polaco o así. Ruso como mínimo. Sentada como iba, me he enamorado a la altura de los pantalones, lo cual es una forma directísima de enamorarse, pero de eso solo me he dado cuenta al final, eh. No sentía ese enamoramiento irreductible mientras le contemplaba las armaduras, ni las zapatillas poco gastadas, ni la camiseta apretada prieta y de olor deportivo, lo prometo. Yo iba muy ocupada mirando el reflejo de la mirada embobada de mi vecino de asiento en la ventana vacía de enfrente. Sus ojos fijos en el canalillo descarado de la pasajera situada en diagonal. Oh, qué mirada la de mi vecino, y qué canalillo el de la pasajera. Incluso a mí me atraía la vista sin remedio. Una uve invertida perfectamente redondeada, bajando justo en medio de ese top negro más bien caído, cuya dueña se afanaba inútilmente en retirar hacia arriba: está claro que hay tops hechos para que se resbalen aposta. La chica, novio en ristre, era totalmente apática a las miradas de mi vecino y de toda la fila de enfrente, miradas de envidia de nosotras, de lujuria de ellos. Era así, era “el canalillo”. Y justo en esas llegó mi chico.

Precisamente a la vez que el violinista, rumano posiblemente, de oronda barriga cervecera, botones saltados en la camisa y faz rubicunda, portando un violín mugriento que sin embargo, sonaba un aceptable bésame mucho. Mi chico y su amigo extranjeroparlante como él, le contemplan con un poquito de sorna. Tsk, tsk. Eso no está bien. Que igual sois compañeros de ventanilla de papeleos legalizadores. Joder, ha dicho el amigo calvo cuando otro pasajero menos inmigrante le ha empujado, digamos que sin querer. Entonces pego mi oreja. Pero no capto sentido alguno. ¿Tal vez joder se dice en ruso también joder? Me da rabia no entender la charla de quien ha desviado mi atención fuera del interesante estudio sociológico que sostenía.

Las miradas lujuriosas ya no son mi tema: de los reflejos de enfrente, ahora difíciles pues el vagón se ha poblado del todo -bueno, nunca es “del todo” en un vagón de metro, es una ley física que merecería la pena estudiar- paso a la rubiez bigotuda de mi chico deportista. Me pregunto qué deporte le tendrá tan aficionado. Músculos trabajadísimos. Calculo que muy muy inmigrante no sería, a juzgar por el iPod que calzaba en las orejas, la marca poco popular de sus zapatillas y bolsa , y el corte de pelo más que moderno, hum. En este punto siento una satisfacción repentina. Da gusto esto del metro. Contemplar al resto de los viajeros con total impunidad y sin discreción alguna, cuando hay otros puntos de atención poderosos, a saber, la oronda barriga violinista y el canalillo. Proporciona una especie de poder estimulante, el saber que puedes, qué sé yo, rascarte la nariz o la pierna o lo que tengas a mano, consciente de que nadie te prestará atención. Ponerte por ejemplo a adivinar no ya la edad de los viajeros, a base de contemplar cada detalle de su anatomía, bah, eso ya está muy gastado. Ponerte a calcular la edad de sus gafas, por ejemplo. Esa chica lectora que se agarra a la barra como si no le molestaran los acordes agudos del violín ni el arco que casi se le mete en los ojos, son post Coixet, en pasta gruesa y rojas, muy de temporada. Mi vecino el hipnotizado, las lleva grandes y de metal, buf, lo mismo tienen ocho o diez años. Las gafas del amigo calvo de mi chico, ¡un momento! ¡Este antes no llevaba gafas! Dios mío, me he perdido algo. ¿Cómo he podido distraerme tanto? Vuelvo la vista a mi chico. Él no se ha calzado gafas, menos mal. Eso me pasa por distraerme en alimentar mi ego observante. Ahora me fijo más en él, directamente en él, dejándome de vestimentas y accesorios musicales. Es como muy del este, no sé si se me entiende, ese tono de piel lechoso pero quemado, ese color rubio pajizo y esa manía de llevar bigote en una cara que no se lo merece. Esos ojos azul claro claro, pequeños y semiescondidos además, por culpa de un estilista aburrido, remarcando su timidez o bien su metrosexualidad. Todo a base de echar la mitad del pelo hacia delante, prolongando más allá de lo lógico un flequillo que crece hacia cualquier lado que le dejan. Unas patillas medianas, tipo finales de los setenta, que por suerte gracias a su claridad no destacan demasiado. No me he parado hasta ahora en considerar la altura, sentada como voy. Pero es bastante, su brazo agarrado a la barra que cuelga del techo forma un ángulo casi recto.

El violinista da por terminado su repertorio y saca su gorrillo de recaudar. Otra vez observo una sonrisa de sorna en el amigo calvo de mi chico. En fin, que ya te lo he transmitido, cariño: no está bien. Cállate, mira hacia otro lado, haz como si no hubieras tenido orejas mientras sonaba su violín, no le devuelvas esa sonrisa llena de dientes blanquísimos (misterios de la vida) que te pone. Pero burla y sorna, a un compatriota de bloque, por favor. El violinista no recauda mucho y no sé, me da la impresión de que cuenta con ello, no pierde la sonrisa, ni la compostura ni la orondez.

Entonces ocurre. Mi chico coge y saca una billetera de algún recoveco entre su camiseta y su tabla abdominal. Rebusca y detiene al violinista, que ya marchaba. Saca unas cuantas monedas y se las da al demandante. La siguiente es mi parada, yo me estoy levantando, pero no puedo dejar de mirarle, ahora ambos de pie. Creo que nota que no le quito ojo admirado, ah, he perdido facultades de repente. Y se sienta, porque ahora hay sitio, en la parada del violinista han salido muchos otros viajeros, el canalillo entre ellos. Su amigo calvo ¿su amigo calvo? permanece en pie.

Bah, soy una sentimental, lo sé, pero bajo del vagón y pongo nombre a mis sentimientos repentinos.

Ahora que lo pienso, podía haber sido futbolista, que son como menos inmigrantes. ¿Los futbolistas van en metro?

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8 de marzo de 2007
Posibilidades audiovisuales
Al igual que en todas las emisoras de televisión, digitales o analógicas, hay un canal temático donde siempre hay gente fornicando, debería haber otros canales dedicados al resto de las funciones metabólicas imprescindibles para el ser humano. Por ejemplo, un canal donde siempre se contemplara a la gente durmiendo. En un banco de un parque público. Entre sábanas de raso. Bajo edredones nórdicos. En otro, gente comiendo, desayunando, cenando y merendando en las más variadas posturas, situaciones y compañías. Uno más para la también necesaria función consecuencia última de la actividad del canal anterior. Gente cagando y/o meando, vamos. En urinarios públicos, en suntuosos wc de hoteles de cinco estrellas. Detrás de un árbol. Encuentro estas otras tres funciones absolutamente necesarias para la vida tan merecedoras de un canal temático en retransmisión como la ya explotada. Pongamos que desplazarse, pelearse, cantar en la ducha sean también comunes, intrínsecas al ser humano, generalizadas en cualquier tipo de población. Sí. Pero no son imprescindibles, no desde luego como fornicar, comer, defecar, dormir. Sin las tres últimas, sencillamente te mueres. Posiblemente no mueras si no fornicas, pero nadie, exceptuando cultos extremos, se muere sin fornicar, eso está claro. Al menos, sin desear hacerlo.

¿Por qué no tenemos canales temáticos dedicados a esas otras funciones? ¿Tal vez porque el sexo tiene, además de su carácter necesario al ser humano, un carácter más marcadamente lúdico, placentero? No me vale. ¿Dónde queda la cocina creativa? Puro juego gastronómico. Y ¿hay mayor placer que degustar un buen chocolate, una tierna paletilla de cordero, un croissant relleno de ensaladilla? Pocos. ¿Se atreve alguien a afirmar que no proporciona placer una pequeña siesta?

Una de las ventajas de los canales temáticos dedicados a comer, dormir y -fíjense-, aliviarse, sería que no tendrían por qué ser etiquetados como “de adultos”, a menos que claro, todos los placeres intensos tengan que ser etiquetados como “de adultos”. Pronto oigo argumentar, el canal dedicado a evacuar tendría que llevar alguna clase de etiqueta, tipo de mal gusto. Bueh. Comer, excretar, parte de un mismo proceso. Solo se diferencian en que el segundo huele mal y el primero huele exquisitamente. Creo que ahí puede radicar el prestigio de la primera.
Estos nuevos canales podrían ser canales de pago, como los canales porno. Uno quiere, desea o necesita ver a gente durmiendo, tal vez para animarse él mismo a dormir. Se pone el canal dormida feliz y listo. Exactamente igual que uno se pone a ver gente follando para que al observar a gente diversa desarrollando esta función orgánica, se desarrollen las ganas, la actitud de ponerse a practicar, bien con uno mismo, bien multiusuario. Así, los canales temáticos dedicados a comer podrían ser utilizados por las madres desesperadas para hacer que sus hijos desganados comieran. En los hospitales psiquiátricos podrían ser una herramienta de terapia más contra la anorexia y en muchos restaurantes sustituirían con éxito al consabido partido de fútbol o al inadecuado canal musical. Tal vez los canales temáticos dedicados a hacer de cuerpo fueran una seria competencia para supositorios Rovi y nuevamente se utilizaran en consultas médicas y en el ámbito familiar y educativo.
Porque todo, vamos a ver, es tema de sugestión comunicativa y visual. Si actualmente vemos a gente follando, queremos follar. Un poco por costumbre. Otro poco por lógica silogística también. A) existe una necesidad metabólico-festivo-sexual intrínseca a todo ser humano. B) los humanos se contagian entre sí prácticamente todo. C) establezcamos el canal de contagio: el canal temático de contagio. Evidente, ¿no?
Del mismo modo podría darse, como habitual, si vemos a gente comiendo, nos entra hambre. Si observamos a gente dormida, se nos abre la boca en un bostezo.

¿Cómo nadie ha explorado estas posibilidades audiovisuales todavía?

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Lo pensó A. a las 18:15 | Enlace a la entrada | 0 Comentarios