26 de julio de 2007
Reciclando el verano y sus canciones
¿Estamos ya casi todos de vacaciones? Recupero y saco a la luz un relato al respecto. Léase con imaginación y mente despejada.
Pasadlo bien, yo procuraré hacerlo. Ahí mismo, frente a las islas Estelas, comiendo helados de chocolate sin tropezones. Feliz veranito.

Actualización: Como véis, he cambiado de foto. La nueva está tomada con la Nikon D40, diafragma f/13, 2 seg, foco 55 mm, al atardecer en la desembocadura del río Muíños en Playa América, Nigrán. Pensando seriamente en cambiar a un fotolog y dejarme de bobadas.





El poder de los estribillos


Hace poco me felicitaron mis jefes porque pillé nada menos que a La Canción Del Verano revolviendo en el mostrador de clásicos al piano. Me dio por sospechar de ella, más que nada porque vestía como muy de abrigo, y fuera hacía un calor insoportable. Luego nos confesó que quería disimularse, que no la reconocieran por su aspecto desenfadado y festivalero, y que se le había ocurrido calzarse unas botas de ante hasta la rodilla y un trench muy formalito, porque además pensó que en El Corte Inglés siempre hacía frío.

—No me agarre usted del codo, hombre, que ya le sigo.

La acompañé a la sala que teníamos para estas cosas. La había reconocido, y como soy novato en esto de vigilar, llevar detenido por robo a alguien famoso me hizo ilusión. Pero no me atrevía a ponerle las esposas –la verdad es que no he visto que se las pongan a ningún chorizo de los habituales–, ni tampoco a empujarla por la espalda como hacen en las películas, no fuera a ser que se me echara a bailar o algo y llamara la atención de los demás clientes. Es lo primero que te enseñan en esos cursos de vigilante, a que los detenidos no llamen la atención.

En la sala nos esperaba el jefe de sección, el vigilante de las películas en vídeo –que se aburre muchísimo–, la dependienta de clásicos y un policía que pasaba por allí. Normalmente no se apunta tanta gente a un interrogatorio; la detenida, de pose orgullosa aunque destilando recelo, dejó sobre la mesa el cedé que ocultaba en su gabardina y se sentó algo cohibida. El jefe de sección dijo que procediéramos y luego se fue con cara de fastidio, le habían requerido en la caja central por megafonía. A medias con una sonrisa nerviosa y cierto tono de reproche, habló primero la encargada de clásicos.

—Mujer, qué le voy a decir ahora a mi niña, que la tiene todo el día en su mp3.
—Se creerá usted que es fácil, ser La Canción Del Verano —protestó ella, canturreando como con impaciencia.

Nos explicó que, en un principio ufana y jubilosa por ser requerida en todos los saraos, desde mediados de agosto y debido al hastío, el estribillo había empezado a desafinarle. Además, desde hacía poco le picaban todas las notas, y le habían recomendado untarse con Carl Maria von Weber, que al parecer iba muy bien para estos casos. Que le había costado mucho localizar esa sinfonía y que tenían muy mal ordenados a los románticos alemanes.

—Me he encontrado a Mendelssohn colocado junto a Luis Cobos. Ustedes dirán.

Y no decíamos nada, hipnotizados como estábamos por su soltura citando clásicos, mientras esos ojos y esas manos de princesa plebeya se le movían sin querer, al ritmo de un éxito que sonaba en el hilo ambiental. Como canción que era, a veces nos repetía toda una frase, con el mismo tonillo y la misma cadencia, haciendo énfasis en la sílaba final, que arrastraba en un uá uá uá. Siguió explicando que ella en realidad tenía vocación de cantinela de saltar a la comba, pues estaba enseñada desde pequeñita a mejor trascender poquito a poco, de generación en generación y a ser posible, en boca de niños. Que los niños no son exigentes con el tono ni el compás, ni siquiera demasiado con la letra, pero al fin y al cabo, te vuelven un éxito de masas. Que ella era discreta y le habían hecho una faena orquestándola y versionándola en regaettón.

—No saben lo que me duelen las estrofas cuando me interpretan por ahí algunas bandas de pueblo.

A mí logró conmoverme un poco, con esa voz de soprano malograda que tenía. Incluso Rober, el de los vídeos, se sintió culpable, pues acostumbraba a canturrearla en sus ratos ociosos, y la verdad es que lo hacía de pena. Pero el policía, que debía de estar entrenado en escuchar disculpas ingeniosas, le reprendió con tono cortante su falta de tacto: atreverse a robar en un establecimiento que la radiaba casi cada media hora y la vendía a razón de unidad por minuto.

—Dos los sábados —puntualizó el policía, arqueando las cejas.

Entonces ella replicó muy digna, alisándose la enorme melena con mechas rubias, que sabía de buena tinta que El Corte Inglés vendía en carátulas nuevas éxitos del top manta, pero que si la dejaban ir prometía no añadir esa información en su estribillo. De inmediato, la encargada de clásicos se ajustó las gafas sobre la nariz, parpadeando visiblemente alterada, y tironeó discretamente al policía de la chaqueta, indicándole con los ojos y la boca en mueca que se apartara a un rincón con ella.

—Como se le ocurra nos hunde —apuntaba alarmada la dependienta.
—No estará usted insinuando que tiene razón —suspicaz, el policía se puso en jarras.
—¡Por favor! Yo solo digo que es La Canción Del Verano.

Mientras, Rober aprovechaba para expresarle su admiración, a lo que ella, displicente, sonreía de medio lado. Yo veía al policía y a la de clásicos discutir y pensaba que la canción era muy capaz de cumplir su amenaza y meter en un compromiso a los gerentes del Corte Inglés. Es lo que tienen los éxitos del verano. No hay más que fijarse en que los tractores amarillos, por ejemplo, doblaron aquel verano su precio. Así que un estribillo del estilo “el corte se levanta / los discos del top manta” arrasaría sin lugar a dudas, con consecuencias insospechadas.

La de clásicos, que se llamaba Eulalia y era tiesa como vara de mimbre, parecía tener contra las cuerdas al policía. Movía las manos y se ajustaba las gafas continuamente, con aspavientos. A veces, a la zona donde esperábamos Rober, la Canción Del Verano y yo, nos llegaban palabras, como “desastre”, “prestigio”, “caída de ventas” e incluso una vez, después de “sociedad de autores” oímos claramente “amos, no me joda”. La Canción Del Verano rápidamente compuso una estrofita con ellas. Cantaba “hala, pues te jodes / con la sociedad de autores”, “hala, pues te jodes / con la sociedad de autores” y Rober y yo empezamos a marcar el compás sin querer con palmas y a mover las piernas en un bailecito. Cuando por fin pareció que Eulalia había convencido o en su defecto, sobornado al policía, nos sorprendieron en una conga tan animada que éste último tuvo que vocear para que nos percatáramos de su presencia. Recogí todo nervioso y azorado la porra y las esposas, que estaban tiradas por ahí y le quité la gorra a Rober, que se la había puesto del revés y casi se cae de culo cuando oyó la reprimenda. La canción, sin embargo, no se alteró lo más mínimo y simplemente terminó su estribillo improvisado, dejándolo sonar un poquito más bajo cada vez.

El poli la cogió entonces del brazo y le susurró algo que los demás pudimos oír perfectamente. Creo que es genético, los policías no saben susurrar, se les va el tono una barbaridad.

—Salga de aquí y que no la vuelva a ver en un año.

Ella se ajustó la gabardina y atusándose la melena, cogió disimuladamente el cedé incautado. Creo que todos la vimos hacerlo, pero nadie se atrevió a decir nada. Ni siquiera el policía, controlado de cerca por las gafas de la de clásicos. Yo la acompañé a la salida y me dieron ganas de pedirle un autógrafo, pero me contuve, pues tenía una cara de esas como cuando cuentas un chiste inoportuno y nadie se ríe. Mis jefes me han dicho que muy bien chaval, que tengo madera, que ellos no hubieran recelado. Y yo pensando en dejar este trabajo, porque creo que los famosos también tienen derecho a robar de vez en cuando y a mí me da pena detenerlos. En realidad, sospecho que a la pobre no le va a bastar con Weber. Yo le hubiera regalado todo el mostrador de románticos alemanes.

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Lo pensó A. a las 19:30 | Enlace a la entrada | 1 Comentarios
9 de julio de 2007
Habilidades perdidas
Hace poco conté a un estrecho amigo -no a cualquiera puedes revelarle ciertas carencias como esta que relato- que, tras un año en posesión de un coche automático, probando a conducir uno de los de cambio manual de toda la vida, se me había calado un número vergonzante de veces, entre la subida por la calle lateral y el párking del supermercado. No le expliqué, tampoco era cuestión de automortificarse en exceso, que además la primera marcha decidía ir completamente a tirones y la segunda solidariamente, también. Solo a partir de la tercera era capaz de hacerme con el coche y eso en ciudad, yendo al Mercadona, tiene poco futuro. Prescindí también de detallarle cómo los intermitentes con voluntad propia de este coche me ponían nerviosísima, cómo tardé dos semáforos en encontrar la posición "estate quieto" del limpiaparabrisas, cómo anocheció y él solito decidió poner las luces, lo cual me generó cierta angustia por si había tocado otra tecla que no debía, y cómo sufrí para aparcarlo, debido a que la marcha atrás, marcha que por cierto también poseen los coches automáticos, ni estaba en el lugar acostumbrado ni engranaba como debe hacer una buena marcha atrás educada.

Me respondió con un alegato en defensa del hombre primitivo, destecnificado y autoabastecido, que procura recurrir en un sentido mínimo a cualquier “extensión de la persona” con el fin de nunca tener que lamentar habilidades perdidas. En su lista se incluían en el mismo nivel los GPS, las gafas para ver de cerca, el aire acondicionado, la picadora-batidora y la música en mp3, además de ciertos nuevos sistemas operativos pronto ubicuos sin remedio, las afeitadoras eléctricas y el agua mineral. Como conduzco desde hace 20 años, como el coche de marras lo único que no tenía automático era precisamente el cambio y sobre todo, como adoro el debate, que siempre me pone mucho, he querido echarle una reflexión al asunto, bien sea para darle la razón, si la tuviera, bien sea para quitársela, por atreverse a meter en un solo saco tanta habilidad perdida junta. Vosotros diréis.

En primer lugar, establezcamos una separación: las habilidades perdidas son un poco distintas a las nunca poseídas. En mi caso, digo muchas veces que cuando repartieron el sentido de la orientación yo no estaba allí. Así que por ejemplo, una extensión de mi persona tipo GPS me vendría de perlas y de hecho me hubiera salvado de no pocos disgustos. (Lo sugerí como regalable en aquel mi cumpleaños de cifra redonda, pero al parecer es un objeto con poco glamour). Una segunda línea divisoria la marcan las habilidades perdidas-pero-recuperables (el juego pedal-embrague, espero que sea como lo de montar en bici) y las habilidades perdidas-inexorablemente-para-siempre (el caso de la visión de cerca, con su consiguiente uso de diversas otras prótesis). Además tenemos las no-habilidades nunca perdidas (la habilidad de no pasar calor en verano, la habilidad de no intoxicarse con el agua del grifo, que todo llegará), muy cerca de las habilidades no-necesarias pero facilitadoras de la calidad de vida (donde entra la habilidad de picar cebolla o pepinos o carne de pollo con éxito, y también la habilidad de calentar la comida de la nevera en un minuto). Por último y no menos sustancial, podemos citar la habilidad en general de entretenerse y ocupar el ocio de manera satisfactoria, que implica desde machacarse en la cinta de un gimnasio por diversión hasta trascender de placer escuchando en un iPod lo mejor de Ralph Haagens.

Digamos que, puestos a recuperar habilidades perdidas, las habilidades nunca poseídas son curiosamente las más fácilmente recuperables. Basta con hacerse con el gadget en cuestión que nos las "devuelve", et voilà!: ya estamos orientados los patosos, organizados los caóticos e hipercomunicados los más tímidos. No nos habíamos dado cuenta de lo mucho que nos estábamos perdiendo sin una ADSL. Aquellos sin demasiado don de palabra hoy lo tiene más fácil gracias a los satélites e internet. Y una vez se nos dota de esa habilidad, habilidad de la que no teníamos pista alguna y sin la que vivíamos más o menos adaptados, no queremos dejar de poseerla: adónde si no iría a parar el mercado de las PDA, los GPS, los móviles e incluso los blogs. Paradójicamente, son estas habilidades que nunca poseímos precisamente las que nos vuelven más agónicamente dependientes: adictos a las baterías, a las actualizaciones y ansiosos de toda nueva versión del cacharro-extensión de nosotros mismos. Se provoca así un hipermovimiento en el mercado, que en efecto genera más necesidades-habilidades vacuas y superfluas, para caer finalmente en la habilidad-necesidad de estar permanentemente renovado, modernizado y supervitamino-mineralizado.

Sin embargo, aquellas habilidades que hemos perdido de verdad, que suelen, mira por dónde, tener que ver con la edad, o en su defecto con la salud, son las que más reacios somos a aceptar y también a incorporar a nuestras vidas en su variedad artificial. A ver si no. Esas y no otras, son las auténticas habilidades perdidas. El resto de los cacharros tecnológicos que nos hacen la vida más necesariamente cómoda no nos han robado ninguna habilidad: sencillamente, hay cosas que antes dábamos por sentado que resultaban penosas y tirábamos con ellas. Hasta que un inspirado nos tocó en el hombro y dijo "no, mira, mejor de esta otra forma". Por no hablar de que nuestros hijos nacen ya con esas "habilidades artificiales" incorporadas en su código genético: dudo que cualquier niño de menos de diez años y de nuestro hemisferio sepa, por ejemplo, utilizar un teléfono de dial, se explique cómo puede relacionarse uno sin televisor o consola de por medio o en muchos casos, se atreva a beber algo no embotellado. A Watt le decían que la excesiva velocidad de los ferrocarriles pararía el ritmo cardíaco. A nuestros niños, que demasiado tiempo sentados con la consola los volverá obesos.
Ya veis. Cuestión de vectores de movimiento. Menos mal que alguien inventó la Wii.

Qué será de la pobre Anna Gurbanova
cuando pierda esta habilidad...

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Lo pensó A. a las 22:05 | Enlace a la entrada | 2 Comentarios
5 de julio de 2007
Verano, helados, tropiezos
Es verano, definitivamente. Tengo un comunicado que hacer al respecto: detesto los tropezones, en cualquier textura, sabor o sustancia a la que se agreguen. Me parece malvado que estén de moda los yogures con trocitos de fruta sintética masticable, mi mermelada favorita es la gelatina pura, sin pedazos visibles ni semillas de ningún tipo y sufro porque en las heladerías ya no hay helado de chocolate que no contenga pepitas de grasa oscura que saben a margarina, porciones de sucedáneo de galleta americana o cualquier otro tipo de relleno flotante, creado únicamente para ahorrar crema de helado de chocolate liso, como toda la santa vida.

Los tropezones en las venas se llaman trombos y matan. Los tropezones en el tráfico rodado se llaman atascos y ponen de fatal humor. Salvando los de las croquetas de jamón, los tropezones incordian infinitamente. Ocurre lo siguiente: en las croquetas, los tropezones de jamón son la esencia misma de la croqueta. Se trata de comer trozos de jamón envueltos agradablemente. Sin embargo cuando quiero un helado, o un yogur, quiero esa textura cremosa y agradable que puedo tragar sin esfuerzo alguno, ¿a quién se le ocurre ponerse a masticar un helado, un yogur, mermelada? ¿Dónde está el sentido de los zumos con pulpa? ¿No existen ya las tabletas de chocolate, la fruta en pieza, las galletas, si apetecen estas variedades sólidas? ¡Que manía con molestar, estorbar, incomodar al personal, transformar experiencias deglutidoras agradables en carreras de obstáculos! El día que -y seguro que lo verán nuestros ojos, o nuestros hijos- la horchata la hagan con tropezones de chufa, ese día emigraré a Japón. No creo que el sake tenga jamás trocitos de nada flotando. Los japoneses son muy elegantes.

Opino que la siniestra moda del añadido gratuito e insulso se debe a motivos estéticos. La moda de lo recargado ha ganado el pulso por goleada al minimal art y en cada túnica estridente neohippy campan por sus respetos cachemires y faunaflora silvestre varia. Maletas, carritos de bebé, globos y otros objetos lisos de toda la vida comienzan a fabricarse estampados diversamente. Nada en contra. Son objetos de enseñar por ahí, objetos de presumir de gusto postmoderno. Pero hombre, yo lo que quiero con un helado es comérmelo. No quiero un efecto artístico, ni que se combine con estilo contra mis pecas o mi camiseta de Desigual. Quiero disfrutar y no luchar contra él. Quiero su sustancia, su esencia, lo quiero PURO, sin mácula. Quiero mi helado de chocolate LISO y creo que ya no existen: es una tragedia.









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Lo pensó A. a las 15:45 | Enlace a la entrada | 2 Comentarios