6 de julio de 2008
Categorías
Estamos hechos de un material absurdo, que casi siempre nos obliga a clasificar emociones e impulsos en apenas unas pocas categorías, A, B o C. Encorsetamos acciones y reacciones con arreglo a unas fórmulas matemáticas bien aprendidas, de números enteros, sin resto, sin decimales y sin incógnitas. La solución a nuestros problemas se deriva mecánicamente: si el sujeto tipo a reacciona ante otro tipo b de forma z aquí lo que ocurre se llama i. Si por ejemplo i>3, entonces a+b tiende a z', lo cual implica un asunto tipo q que traerá limitaciones en base r3 y z tenderá a infinito. Si nos hemos equivocado clasificando a, b y z no tendremos más remedio que mirar el solucionario para dar con la respuesta.

Lo malo es que ese solucionario contiene unos cuantos fallos. Fallos de criterio. Fallos de observación. Fallos o más bien, reducciones absurdas correctamente clasificadas bajo un sistema socialmente cómodo.

Cuando no podemos hallar ni clasificaciones válidas ni tampoco casillas en el solucionario solemos volvernos locos. Solemos recurrir a una herramienta de probada eficacia, la culpa, con sus hermanos no menos eficaces, el desasosiego y la incertidumbre. Ella nos fuerza a volver a las casillas de salida, a las clasificaciones exactas, a las categorías de partida y a la taxonomía de cirujano. No estaría mal del todo si los seres humanos fuésemos experimentos de laboratorio. No estaría mal si se nos garantizara que los tipos, las reacciones, los límites y las derivadas coinciden con lo que siempre nos han hecho creer: con A, con B o con C.

En otro caso deberíamos matar a los matemáticos a cuchillo.



Hay gente, incluso, a la que pagan por categorizar continuamente. Por categorizar los intereses de la gente. Por categorizar lo que la gente desea, busca o necesita. Esta ocupación profesional debería de estar penada y castigada por la ley, por manipuladora y cínica, pero sobre todo, por absurda.
 
Lo pensó A. a las 11:32 | Enlace a la entrada | 1 Comentarios