Pero es que el tiempo es muy cabrón. Uno es niño y lo desprecia, lo malusa, lo confunde y a ser posible lo ignora, por lo tanto él se eterniza. Al volverse uno joven, se le empieza a tomar la medida, se le sabe dominador, pero igualmente se tiende a no respetarlo, salvo en ocasiones de apurada excitación. Así el tiempo se aficiona a esconderse para sorprendernos, marcando su presencia, imponiendo silencio y orden en vidas aún relajadas. Ya de adulto lo miramos a la cara y lo tratamos de tú a tú, reconocemos su implacable vara de subrayar y nos conviene tenerlo de aliado: lo que hace que el tiempo se crezca y engolosine en su estatus de importante, y se tiranice progresivamente, acelerando su cadencia sin reflexión. Pero se llega a la tercera edad y uno se prefiere niño, por lo que cerrando el ciclo vuelve a sus desprecios al reloj, a sus faltas de respeto a la diferencia solar noche y día, y más que nada, a la sensación de riqueza en minutos, en horas, en días. El tiempo pues, insultado, opta por la inactividad, ralentiza su curso y, como una patada de rabia final, desaparece.
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