21 de enero de 2008
Ejercicio: contrástese con las cualidades y virtudes de los varones de HOY
El sabio le preguntó: "Donzella, que condicion tiene el hombre? " La donzella le respondió: "El hombre tiene en si todas las condiciones e virtudes que tienen todas las aues e otras bestias e anemalias que Dios crió, que son estas que se pudieron fallar: "Es brauo como leon, franco como gallo, ardit como furon, alegre como ximio, callado como pece, suzio como puerco, manso como oueja, ligero como cieruo, artero como raposo, fermoso como pauon, tragon como lobo, casto como abeja, leal como cauallo, perezoso como taxon, escaso como can, couarde como lebre, triste como araña, parlador como tordo, limpio como cisne, nescio como asno, feo como erizo, ayunador como topo, fornicador como chinche, falso como sierpe."

(
1250) Anónimo, La historia de la donzella Teodor.


(Ana lo halló)
 
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10 de enero de 2008
El saber idiomas (y II)

Me dispuse, ya liberada de todo complejo corporal debido al cabreo, a ponerme el gorro para bajar a la piscina. Pero no había tal gorro: por el precio de six habíamos adquirido quatre. En fin, no me quedaban energías ni mucho menos vocabulario exacto para reclamaciones, así que toalla en mano bajé un camino que obligaba a pegarse un duchazo por narices. Haciendo un movimiento digno de malabar (¿por dónde leches pasan los franceses la toalla para que no se empape?), logré salpicarme mínimamente y lo primero que me tropecé en el recinto fue a Mariajo con un gorro muy mono de color rojo, así como guateado, de esos de ducha de señora. Coño, podía haberme dicho que traía uno, pensé un tanto atónita por el factor previsor. Se lo señalé interrogante cuando se aproximaba a mí andando con los talones, postura esta que mantuvimos ambas todo el rato, y me aclaró que se lo había dejado el socorrista. El socorrista. En fin, ni me reí ni le confesé hasta mucho después lo que había pensado, porque la situación seguía siendo bastante surrealista: un socorrista que te ve sin gorro y te encasqueta un bonete de ducha colorado. Al menos fue amable, porque perfectamente podía habernos redirigido a la bruja que nos los timaba. Así que decidí, cualquier vergüenza superada y sin quitar ojo a los niños que, efectivamente, se tiraban de bomba al lado de señoras que como mínimo hacían rehabilitación, pedirle otro gorro para mí, en mi mejor francés: Excusez-moi, j'ai oublié mon y aquí le hice un gesto a la cabeza, que sin embargo interpretó. Se dirigió a una taquilla interior, andando cansinamente y lo vi buscar un bonete o eso me pareció. Pero volvió con un auténtico gorro de natación profesional de silicona, en blanco. Esto, aún en francés, lo entendí perfectamente: luego me lo devuelve usted, porque es EL mío (...) y sonreía con muchos dientes.
Así que como ya no había nada más de lo que arrepentirse y las sillas no tenían aspecto de cómodas (ni de recién fregadas), me tiré al agua. Y por supuesto me hice unos cuantos largos con mi mejor estilo, crol, braza y espalda: somos unos paletos españoles, vale, pero nadamos mejor que todos vosotros.
Y nuestros niños se sumergen en el agua con un gran estilo también. Ellos por cierto, no montaron demasiada bronca, gracias en parte a nuestras amonestaciones y en parte a que quedaban ya muy pocos bañistas aparte de nosotros. Cuando por fin, algo más relajadas, nos sentamos Mariajo y yo en el mismísimo borde de un par de sillas, pies en vilo, a contemplar en toda su amplitud aquel recinto y sus habitantes, llegamos a la conclusión de que ni unos ni otros habían sido renovados en décadas, cada una por nuestra cuenta procurando no pensar demasiado en el estado del agua y en el fondo deseando que el amable socorrista pitara fin de fiesta. Habíamos renunciado voluntariamente a meternos en la piscina menor, en la que a modo de jacuzzi se relajaban señoras de edad respetable y otras carnes de fisioterapia, al lado de chiquillos más pequeños y con más mocos que los nuestros, así que poco más, excepto contemplar las cabriolas de los nuestros, nos quedaba por hacer allí.
Le devolví su super-gorro al vigilante, que me guiñó un ojo, más por cachondeo que por simpatía, e iniciamos la no menos azarosa fase de recuperar las prendas y procurar que los niños se vistieran cuanto antes, a ser posible sin apoyar ninguna extremidad en el pavimento. La taquillera jefa, que veraneaba en Benidorm, como nos hizo saber al devolvernos la ropa, concedió en hacerse entender en español. Yo aproveché para ponerle mi sonrisa más irónica y decirle que qué gente más maja y más simpática había por allí, a que sí, mientras ella me devolvía botas y cazadoras que yo iba entregando a los niños. Por supuesto renunciamos a la ducha (que sepamos no era obligatoria a la salida) y volvimos todos a los minihabitáculos a cambiarnos.

Y... en ese preciso instante ocurrió el DESASTRE. También me acordaré ya para siempre de estas palabras de Mariajo: “me han robado el móvil”, citando por delante mi nombre de pila completo, lo cual ya es un signo de gravedad en cualquier interlocutor, y acompañándolo de improperios castizos diversos. No es posible. Qué previsible, qué descarado, qué venganza racista tan poco elaborada. Se hizo el silencio y nos vestimos todos en un instante. Los niños se implicaron enseguida, buscándolo por cualquier bolsillo, pero Mariajo, descompuesta, sabía qué era lo último que había hecho antes de confiar su cazadora a la taquillera: mirar su móvil, un pedazo de móvil por cierto.

La que liamos a partir de entonces tomó tintes épicos. La taquillera de Benidorm no hacía más que decir que estaría en el apartamento. Su compañera solo asentía abriendo mucho los ojos mientras escuchaba cómo las exigencias tipo "de aquí no me muevo mientras no aparezca" aumentaban de tono más y más. De repente apareció la loro, la responsable, la timadora, la racista, ella. Nos faltó decirle señora, que se le ha visto el plumero. Pero se hacía la sueca en francés y arqueaba las cejas con suficiencia. Esas cejas sobre esos párpados recargadísimos en blanco, casi cuarteados, de los cuales costaba apartar la mirada sin una mueca. Era indignante, era más que casual y de puro descaro se nos desencajaba la mandíbula. Pusimos a los niños a buen recaudo de sus respectivos padres en el vestíbulo. Y decidimos que o se aclaraba o tendría que intervenir la policía. O en su defecto, el director de las termas. Que era directora y fue llamada para que se presentara en el lugar de los hechos.

Pongamos que fueron cuarenta minutos de acalorada discusión. Pongamos que se registró cada habitáculo y cada sala y no aparecía el móvil. Pongamos que ya con resignación y el propósito de poner una denuncia, accedimos a que los padres se llevaran a los niños y que, de paso, y más que nada por cerrar la boca a la taquillera, que visualizaba el móvil en cualquier rincón del apartamento y no paraba de decirlo, echasen un vistazo por allí, mientras nosotras esperábamos a la directora. A pesar de todo, la taquillera se esforzaba en ser razonable, incluso amable. La sospechosa, por otro lado, entendía mucho mejor el español de lo que simulaba: sus miradas y su actitud eran netamente defensivas. Nosotras a esas alturas ya nos sentíamos solo decepcionadas y en derrota. Además, llovía a mares. Toda abrigada y bajo paraguas se presentó entonces la directora, que por supuesto defendió a todas y cada una de sus empleadas y nos conminó a que si no estábamos conformes pusiéramos una denuncia, no sin antes argumentar que el móvil se podía haber caído y cualquiera haberlo birlado. Lo cual era una posibilidad. Aunque menor.

Y entonces sonó mi teléfono, los chicos habían llegado a los apartamentos. Y habían buscado el móvil por allí.

Y estaba.

Dios mío.

Yo improvisé como pude, previa advertencia de Mariajo, una respuesta ante tan dudosísima eventualidad -ahhh, que no está, ¿verdad?, pues nooo, yaa, jo, qué mal-, dado que, con la que habíamos liado, cualquier otra salida era poco menos que suicida. De modo que les comunicamos la mala noticia, non, ne se trouve pas là y pusimos cara de gran desolación, ellas igualmente je suis désolé, désolé. Y nos retiramos con la cabeza gacha...
A continuación fuimos víctimas de un ataque de risa espontáneo, incontrolado y nervioso. No hubo sangre.

La taquillera sigue llamando regularmente al móvil de Mariajo. Yo opino que algún día tendrá que devolverle la llamada y confesar. No antes de cinco años, claro.





(Vale, la foto no tiene mucho que ver, pero al fin y al cabo habíamos ido a esquiar...)

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9 de enero de 2008
El saber idiomas (I)

Aún tengo el árbol de navidad sin recoger plantado en mitad del salón. Sé que es patético, hay muy pocas cosas tan fuera de lugar como un adorno de navidad más allá del 6 de enero. Es como esos espumillones que agonizan en los bares de carretera allá por semana santa o esos kits de fachada con un par de bolas y un felices fiestas apagado, que se avergüenzan todo el año de la vagancia del encargado de la nave industrial que no los retira. Así permanece nuestro árbol de navidad, que intento arrinconar hasta el fin de semana por lo menos, pero que tiende a acercarse misteriosamente al sofá cuando me siento, totalmente agotada, a ver House. No me explico cómo, yo que presumo de organizada y asquerosamente ordenada, he podido dejar pasar el día de fiesta para retirarlo: simplemente me falta energía. Y es que soporto con estoicismo y muchos cafés al día las consecuencias de esa primera semana de enero agotadora, en la nieve, en los Pirineos franceses, con más de una familia.
Nunca me lamentaré bastante de no haberle dado una oportunidad a este idioma. Vale que el inglés es más práctico, y el alemán además me da de comer, pero en fin, Francia está demasiado cerca. Muy a mano para un viaje cualquiera. Y por definición, ningún francés va a intentar entenderte más allá de su propio idioma, y en muchas ocasiones, ni siquiera así. De modo que no poder defenderse con dignidad en la lengua vecina puede ser bastante humillante.
Por supuesto que me voy a saltar la parte bonita e idílica del viaje, lo chulo de la pequeña estación de los años sesenta y la amabilidad de los monitores de esquí que dicen "hay que empurrar más el esquí contra el suelo" y "aquí no nos estopamos". Sé que queréis otro tipo de crónica y esta va dedicada con un guiño a la coprotagonista de la historia: ¡por otras muchas juntas!

Ambas somos madres, tenemos una edad y nos merecemos ciertos placeres carnales. Así que en una ciudad balneario como aquella, en la que se prometía masajes a cuatro manos y barros desincrustantes, en fin, la boca se nos hacía agua. Si bien las parejas suelen ser respetuosas con estas necesidades nuestras, esta vez no lo teníamos muy fácil dado que a cada una nos cuelgan respectivamente dos apéndices en edad de gritar, correr y saltar en toda circunstancia o lugar, sea o no apropiado. Por supuesto, carecíamos de niñera o guardería o discoteca infantil o similar. Pero habíamos llegado a un pacto de esos sin los cuales la pareja moderna jamás sobreviviría, consistente en tú los aguantas ahora que yo lo haré después (o que yo llevo aguantándolos todo el rato), pacto que por desgracia se frustró debido a los exagerados horarios de servicio de este país vecino, que cierra sin contemplaciones unas termas a las siete y media de la tarde. Asumido el desengaño y aguantadas las ganas, decidimos rentabilizar el chasco y apuntar unos cuantos réditos a nuestro balance de horas con niño, acompañando, vigilando y lo que se terciara a la pandilla menor de edad en la piscina del lugar (que cerraba a las ocho). Una piscina tan antigua como las propias termas. Que son de 1800.

Teníamos que haber sospechado desde el principio por la cara con la que la cajera, pelo rubio muy teñido, ojos muy pintados, miraba hacia nuestros niños, que como tales se dedicaban a explorar el lugar, pasando los torniquetes de entrada una y otra vez, haciendo caso omiso de nuestras llamadas al orden. Dudo yo que los niños franceses sean más civilizados, si bien puede que los nuestros disfrutaran en tono un poco más alto. También fue un poco raro que tardara tanto en concedernos los tiquets, porque en fin, seis se parece a six y yo me esforcé por pronunciar siss e incluso usé el lenguaje gestual, no había posibilidad de que entendiera catorce ni ocho. Pero la tía lo preguntó no menos de cuatro veces mientras echaba esas miradas de gestapo a los críos. Creo que no se podía creer que un grupo de sub-europeos se atreviera, a unas horas tan tardías, a pretender entrar en sus dominios sin más consecuencias que eso, pagar religiosamente, gorros de goma incluidos.

Lo que pasó a continuación se me escapa un poco, ni Mariajo ni yo supimos exactamente cómo, pero el caso es que nos vimos conducidos por aquella loro a un recoveco en medio de un pasillo, frente a la puerta de un ascensor, donde había cuatro sillas de plástico mugrientas y una especie de corredera de plástico en la pared, con números, para dejar llaves o similar. Desconcertadas y confundidas, los niños observando, tocando, riendo, desnudándose ya con ansia, nos mirábamos sin comprender muy bien si aquello era una sala de espera, un probador o una broma. No había ni vestidores ni taquillas ni espacio para dejar la ropa y en el ascensor prohibían la entrada a grupos, eso eran todas nuestras pistas. Siempre recordaré la épica frase que Mariajo dijo en ese momento: "yo aquí no dejo mi móvil". En esas, ya un par de niños con el bañador y las botas de montaña por todo atuendo, observamos cómo la madama del ojo repintado parece pedir ayuda a un acólito, señor mayor de más de sesenta años, encorvado y merecedor de trompetilla, que salió del recinto de la piscina y nos dijo en voz muy alta, señalando un habitáculo trasero ¡¡douche!!, ¡¡douche obligatoire!!, a lo que nosotras, perplejas, asentimos con la cabeza, oui, oui, c'est bien, y cuando al tipo le quedó claro que habíamos comprendido las necesidades higiénicas del lugar, nos dejó solas de nuevo. Mariajo y yo nos mirábamos una a la otra como diciendo, vamos, piensa algo, pero los niños se nos desparramaban y había que actuar. No hablamos mucho gabacho, pero desde luego lo comprendemos escrito, y había un cartel que decía claramente deshabilleur, 1er étage. Posiblemente no habíamos entendido bien, qué otra cosa podía ser. Así que ella subió a explorar mientras yo contenía a los niños que se querían quitar todo ya mismo y meterse en el agua y tirarse de bomba de una vez, que es lo que hacen todos los niños de edad parecida a la de los nuestros. Bajó con buenas y un tanto desconcertantes noticias: arriba había vestuarios, en efecto. Subimos por turno, el ascensor no estaba para muchas alegrías.

Para alivio momentáneo pudimos dejar ropajes (invierno, esquí, hay que hacerse a la idea del volumen) en unas cabinas minúsculas con cortinillas de hospital. Pero igualmente seguíamos teniendo el problema de dónde resguardar pertenencias más queridas, en fin, bolso, tarjetas de crédito y esas cosas útiles cuando uno viaja. Porque, al fin y al cabo, los calcetines de esquiar estaban sudados y los polos eran de tallas particulares, así que no veíamos que nadie las quisiera revender, pero los objetos de valor eran otro cantar y tampoco nos resignábamos a dejarlo todo tirado por allí: el estrés comenzaba a escalar grados de contractura muscular. Esta vez salí yo a explorar, ya con bañador y las caras de muchos otros gabachos por allí preguntándose que haríamos a cuarenta minutos del cierre de la piscina aún por allí, secos todos. Tuvimos la precaución de enviar a los niños directamente al agua, gorro calado. Ante mí un pasillo con lavapiés ineludible y de aspecto dudoso, que tras encomendarme a san Fungusol decidí atravesar -sobra decir que no metimos zapatillas de baño en las maletas-. Oh, recompensa a la osadía, allí a la izquierda, pasadas las duchas donde montones de ciudadanos franceses de todas las edades se higienizaban con o sin bañador, allí mismo estaban las taquillas. Escándalo, escándalo. Volví a dar el parte de descubrimientos a Mariajo, que intentaba organizar la ropa por montones y la redirigí con ellos a aquel lugar, advirtiéndole de que no corriera, no gritara y tampoco mirara atrás por si acaso. Entre las taquilleras, no menos pintadas pero sí algo más sonrientes, hubo risitas, preguntas y admiración. La cajera repintada pasaba la mopa sin parar por el pasillo y nos miraba entre alucinada y mosqueada. Entre mil explicaciones mitad en francés, mitad en madrileño, que es el dialecto que a mí me sale cuando las cosas me cabrean, se dignaron a cogernos todos los ropajes y pudimos entender que estaba claramente en el ánimo de la repintada el habernos dejado en la planta de abajo, sin más contemplaciones. Et por quoi, et por quoi. Parce que... vous êtres merdeuse espagnols!, le faltó decir.

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