9 de marzo de 2007
Sentimientos anónimos y pasajeros repentinos

Me he enamorado. En el metro. Como en la canción de James Blunt. Solo que él no era beautiful. ¿Puede un chico ser beautiful? Una chica es preciosa. ¿Es precioso un chico? Una chica bonita. ¿Un chico bonito? Oh. Verdad que no. Les da un toque como inanimado, cosificante. A nosotras solo nos da un toque bonito. Cosa más injusta. Bueno, pues eso, que me he enamorado.

Él, ni bonito ni precioso, era sin embargo polaco o así. Ruso como mínimo. Sentada como iba, me he enamorado a la altura de los pantalones, lo cual es una forma directísima de enamorarse, pero de eso solo me he dado cuenta al final, eh. No sentía ese enamoramiento irreductible mientras le contemplaba las armaduras, ni las zapatillas poco gastadas, ni la camiseta apretada prieta y de olor deportivo, lo prometo. Yo iba muy ocupada mirando el reflejo de la mirada embobada de mi vecino de asiento en la ventana vacía de enfrente. Sus ojos fijos en el canalillo descarado de la pasajera situada en diagonal. Oh, qué mirada la de mi vecino, y qué canalillo el de la pasajera. Incluso a mí me atraía la vista sin remedio. Una uve invertida perfectamente redondeada, bajando justo en medio de ese top negro más bien caído, cuya dueña se afanaba inútilmente en retirar hacia arriba: está claro que hay tops hechos para que se resbalen aposta. La chica, novio en ristre, era totalmente apática a las miradas de mi vecino y de toda la fila de enfrente, miradas de envidia de nosotras, de lujuria de ellos. Era así, era “el canalillo”. Y justo en esas llegó mi chico.

Precisamente a la vez que el violinista, rumano posiblemente, de oronda barriga cervecera, botones saltados en la camisa y faz rubicunda, portando un violín mugriento que sin embargo, sonaba un aceptable bésame mucho. Mi chico y su amigo extranjeroparlante como él, le contemplan con un poquito de sorna. Tsk, tsk. Eso no está bien. Que igual sois compañeros de ventanilla de papeleos legalizadores. Joder, ha dicho el amigo calvo cuando otro pasajero menos inmigrante le ha empujado, digamos que sin querer. Entonces pego mi oreja. Pero no capto sentido alguno. ¿Tal vez joder se dice en ruso también joder? Me da rabia no entender la charla de quien ha desviado mi atención fuera del interesante estudio sociológico que sostenía.

Las miradas lujuriosas ya no son mi tema: de los reflejos de enfrente, ahora difíciles pues el vagón se ha poblado del todo -bueno, nunca es “del todo” en un vagón de metro, es una ley física que merecería la pena estudiar- paso a la rubiez bigotuda de mi chico deportista. Me pregunto qué deporte le tendrá tan aficionado. Músculos trabajadísimos. Calculo que muy muy inmigrante no sería, a juzgar por el iPod que calzaba en las orejas, la marca poco popular de sus zapatillas y bolsa , y el corte de pelo más que moderno, hum. En este punto siento una satisfacción repentina. Da gusto esto del metro. Contemplar al resto de los viajeros con total impunidad y sin discreción alguna, cuando hay otros puntos de atención poderosos, a saber, la oronda barriga violinista y el canalillo. Proporciona una especie de poder estimulante, el saber que puedes, qué sé yo, rascarte la nariz o la pierna o lo que tengas a mano, consciente de que nadie te prestará atención. Ponerte por ejemplo a adivinar no ya la edad de los viajeros, a base de contemplar cada detalle de su anatomía, bah, eso ya está muy gastado. Ponerte a calcular la edad de sus gafas, por ejemplo. Esa chica lectora que se agarra a la barra como si no le molestaran los acordes agudos del violín ni el arco que casi se le mete en los ojos, son post Coixet, en pasta gruesa y rojas, muy de temporada. Mi vecino el hipnotizado, las lleva grandes y de metal, buf, lo mismo tienen ocho o diez años. Las gafas del amigo calvo de mi chico, ¡un momento! ¡Este antes no llevaba gafas! Dios mío, me he perdido algo. ¿Cómo he podido distraerme tanto? Vuelvo la vista a mi chico. Él no se ha calzado gafas, menos mal. Eso me pasa por distraerme en alimentar mi ego observante. Ahora me fijo más en él, directamente en él, dejándome de vestimentas y accesorios musicales. Es como muy del este, no sé si se me entiende, ese tono de piel lechoso pero quemado, ese color rubio pajizo y esa manía de llevar bigote en una cara que no se lo merece. Esos ojos azul claro claro, pequeños y semiescondidos además, por culpa de un estilista aburrido, remarcando su timidez o bien su metrosexualidad. Todo a base de echar la mitad del pelo hacia delante, prolongando más allá de lo lógico un flequillo que crece hacia cualquier lado que le dejan. Unas patillas medianas, tipo finales de los setenta, que por suerte gracias a su claridad no destacan demasiado. No me he parado hasta ahora en considerar la altura, sentada como voy. Pero es bastante, su brazo agarrado a la barra que cuelga del techo forma un ángulo casi recto.

El violinista da por terminado su repertorio y saca su gorrillo de recaudar. Otra vez observo una sonrisa de sorna en el amigo calvo de mi chico. En fin, que ya te lo he transmitido, cariño: no está bien. Cállate, mira hacia otro lado, haz como si no hubieras tenido orejas mientras sonaba su violín, no le devuelvas esa sonrisa llena de dientes blanquísimos (misterios de la vida) que te pone. Pero burla y sorna, a un compatriota de bloque, por favor. El violinista no recauda mucho y no sé, me da la impresión de que cuenta con ello, no pierde la sonrisa, ni la compostura ni la orondez.

Entonces ocurre. Mi chico coge y saca una billetera de algún recoveco entre su camiseta y su tabla abdominal. Rebusca y detiene al violinista, que ya marchaba. Saca unas cuantas monedas y se las da al demandante. La siguiente es mi parada, yo me estoy levantando, pero no puedo dejar de mirarle, ahora ambos de pie. Creo que nota que no le quito ojo admirado, ah, he perdido facultades de repente. Y se sienta, porque ahora hay sitio, en la parada del violinista han salido muchos otros viajeros, el canalillo entre ellos. Su amigo calvo ¿su amigo calvo? permanece en pie.

Bah, soy una sentimental, lo sé, pero bajo del vagón y pongo nombre a mis sentimientos repentinos.

Ahora que lo pienso, podía haber sido futbolista, que son como menos inmigrantes. ¿Los futbolistas van en metro?

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