Es fácil decidirse a hacer dieta cuando uno más o menos se ve que la necesita, pero en ese momento no tiene hambre. Te dices, “sí, me tengo que poner a dieta, me conviene” y haces firme propósito de seguir la dieta más estricta que se haya inventado. Todo esto por ejemplo en medio de una paz infinita y un convencimiento beatífico e insuperable. Y luego pasa un tiempo... y encuentras una tableta de chocolate... de esas que has probado y sabes que te encantan, que tiene el sabor y la textura tan cercana a lo ideal en un chocolate, que no empalaga mucho... Ah, señor, te dices “resiste, que se te irá directa al michelín”, resiste que te vas a arrepentir, vaa, solo probarla, solo un poco, un par de oncitas... Y las poderosas endorfinas que segrega tu cerebro al saborearla hacen que dejes de tener tan claro que te conviene hacer dieta al fin y al cabo.
Luego te pones a mirar en internet sobre qué sustancias adictivas y cuáles estimulantes contienen las tabletas de chocolate y en qué proporción aproximada. Ah, no te olvides de las sustancias simplemente saciantes, y de las dulces. ¡Señor! Hay todo tipo de información contradictoria. Junto a aquellas que proclaman las bondades del cacao como reconfortante del ánimo, quitapenas e incluso varita mágica digna de llevar en el bolso, las hay que te recuerdan con crueldad cuáles son en cuenta calórica y en lista de carbohidratos vacíos las cifras de tu tableta de chocolate. Además amenazan con consecuencias funestas tras su ingestión, tipo acné juvenil reavivado, siquiera por un desliz de onza de nada. ¡Panorama! Ante tal cúmulo de información difícil de procesar, decides conscientemente y en poder de todas tus facultades mentales, restringir al máximo el simple paseo por el mostrador de dulces y cacaos del súper.
(Fresas y chocolate, solo por ejemplo.)
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