Salve, Salve! Y perdóname que llegue a estas alturas del partido a dejar huella de mi presencia en tus territorios virtuales: sé que me merezco una patada en salve, digo salva sea la parte, pero ya conoces de mis vicios y debilidades.
Me fascina al leerte el poder asistir a ese proceso de percepción y construcción de lo que experimentamos y vivimos. Percepción como filtro de una maraña de impulsos que de otro modo no podríamos asimilar. Construcción como creación de algo que no existe hasta que no lo aprehendes y que sólo puede incorporarse a tu memoria como parte de tu propio mundo vital. Tú has venido a Jena y juntos nos hemos dado un garbeo por esta ciudad y por la vecina Weimar. Ya las conozco desde hace años… o eso creía, pues tú me las pintas ahora con colores que no conocía y con acentos que me suenan nuevos. Te compro esa Jena, esa Weimar y esa Turingia que tú has visto –pago lo que quieras y en la moneda que establezcas– porque me sorprenden, me emocionan, me divierten. Un pequeño ejemplo (sólo uno, para no destriparte las imágenes y los tesoros de la memoria, que es justo lo que quiero que me vendas): lo que a Karl Marx y a mí nos une es que ambos tenemos el dudoso honor de haber obtenido el grado de doctor por el Alma Mater Jenensis; lo que nos separa –y no es poco– es que mientras que a mí están a punto de nombrarme hijo adoptivo de la ciudad por mera persistencia en habitarla, él jamás pisó Jena (efectivamente esto de la enseñanza a distancia viene de largo…). Tú le otorgas cátedra (presumiblemente en filosofía o tal vez en economía) y yo sólo puedo congratularme por ello (media docena más como él habrían necesitado estos muros desgastados para salir de la abulia de su propia tradición), pero entonces, claro, me pongo a buscarlo por calles y travesías, por aulas y pasillos, por mensas y campi (¿o escribo cámpuses, como me tomo cafeses?). Lo creas o no, lo encontré: ahora lleva mono azul, monta en una bicicleta Diamant (sí, de las que fabricaban en Chemnitz durante la época de la RDA –no puede ser casualidad: la ciudad llevaba entonces en merecido nombre de Karl-Marx-Stadt) y trabaja como técnico, “Hausmeister” o algo parecido en la universidad. Sigue inconfundible con esa barba blanca, esos rizos sobre las orejas y ese mostacho negro bajo el gesto algo severo y melancólico. Está entre nosotros, afortunadamente.
Mi memoria, comprendí cuando me puse a recapitular nuestros paseos y aventuras durante tu estancia, se había construido andanzas y aventuras y se había grabado escenas y estampas conforme a sus propios humores y cicatrices. Una es poco menos que indeleble. Bajábamos del coche en Weimar y acabábamos de montar al “Kurzer” en su trono con ruedas. Se nos plantó delante un hombre doblado por la edad y las desventuras, camisa abotonada hasta el cuello, garrota, bolsa quizá con panecillos colgando de la mano libre. Nos hablaba del parecido de las ruedas del cochecito de niño con las de aquellas máquinas de vapor que empujaban los arados en su Silesia natal. Contaba historias de guerra, de números tatuados en el brazo y de deportaciones; disertaba con un estilo algo difuso sobre las crueldades que ha de sufrir la gente sencilla y sobre la maldad que supone inventarle precisamente la maldad a quien sólo tiene sus campos para arar. Yo asentía escrutándole los ojos. Tú tirabas de mí con los tuyos –no le sigas la corriente a esta gramola con patas porque su discurso no tiene punto final– parecías querer decirme. Cierto era y además la situación era moderadamente surreal: yo me estaba reinventando lo que aquel hombre decía, habida cuenta de que su dialecto dificultaba no poco mi comprensión. Sin embargo, si hubiera estado solo, si no hubiera estado allí David haciendo retorcimientos de reptil impaciente en su cochecito, me habría quedado a escucharle toda la mañana. Llámalo solidaridad entre expatriados, pero yo tenía la impresión de estar ante una de esas personas que realmente tienen una historia que contar, una que desgraciadamente ya no quiere nadie escuchar, que nunca nadie quiso atender, porque no es políticamente correcto ser víctima cuando tienes pasaporte alemán.
En fin. Vuelve a Jena. Me tienes que vender tus recuerdos. Y yo te llevaré a tomar café con Carlos Marx. Ahora sé por dónde quedan sus dominios.
Con todo cariño,
tu Exiliado.
Salve, Salve! Y perdóname que llegue a estas alturas del partido a dejar huella de mi presencia en tus territorios virtuales: sé que me merezco una patada en salve, digo salva sea la parte, pero ya conoces de mis vicios y debilidades.
Me fascina al leerte el poder asistir a ese proceso de percepción y construcción de lo que experimentamos y vivimos. Percepción como filtro de una maraña de impulsos que de otro modo no podríamos asimilar. Construcción como creación de algo que no existe hasta que no lo aprehendes y que sólo puede incorporarse a tu memoria como parte de tu propio mundo vital. Tú has venido a Jena y juntos nos hemos dado un garbeo por esta ciudad y por la vecina Weimar. Ya las conozco desde hace años… o eso creía, pues tú me las pintas ahora con colores que no conocía y con acentos que me suenan nuevos. Te compro esa Jena, esa Weimar y esa Turingia que tú has visto –pago lo que quieras y en la moneda que establezcas– porque me sorprenden, me emocionan, me divierten. Un pequeño ejemplo (sólo uno, para no destriparte las imágenes y los tesoros de la memoria, que es justo lo que quiero que me vendas): lo que a Karl Marx y a mí nos une es que ambos tenemos el dudoso honor de haber obtenido el grado de doctor por el Alma Mater Jenensis; lo que nos separa –y no es poco– es que mientras que a mí están a punto de nombrarme hijo adoptivo de la ciudad por mera persistencia en habitarla, él jamás pisó Jena (efectivamente esto de la enseñanza a distancia viene de largo…). Tú le otorgas cátedra (presumiblemente en filosofía o tal vez en economía) y yo sólo puedo congratularme por ello (media docena más como él habrían necesitado estos muros desgastados para salir de la abulia de su propia tradición), pero entonces, claro, me pongo a buscarlo por calles y travesías, por aulas y pasillos, por mensas y campi (¿o escribo cámpuses, como me tomo cafeses?). Lo creas o no, lo encontré: ahora lleva mono azul, monta en una bicicleta Diamant (sí, de las que fabricaban en Chemnitz durante la época de la RDA –no puede ser casualidad: la ciudad llevaba entonces en merecido nombre de Karl-Marx-Stadt) y trabaja como técnico, “Hausmeister” o algo parecido en la universidad. Sigue inconfundible con esa barba blanca, esos rizos sobre las orejas y ese mostacho negro bajo el gesto algo severo y melancólico. Está entre nosotros, afortunadamente.
Mi memoria, comprendí cuando me puse a recapitular nuestros paseos y aventuras durante tu estancia, se había construido andanzas y aventuras y se había grabado escenas y estampas conforme a sus propios humores y cicatrices. Una es poco menos que indeleble. Bajábamos del coche en Weimar y acabábamos de montar al “Kurzer” en su trono con ruedas. Se nos plantó delante un hombre doblado por la edad y las desventuras, camisa abotonada hasta el cuello, garrota, bolsa quizá con panecillos colgando de la mano libre. Nos hablaba del parecido de las ruedas del cochecito de niño con las de aquellas máquinas de vapor que empujaban los arados en su Silesia natal. Contaba historias de guerra, de números tatuados en el brazo y de deportaciones; disertaba con un estilo algo difuso sobre las crueldades que ha de sufrir la gente sencilla y sobre la maldad que supone inventarle precisamente la maldad a quien sólo tiene sus campos para arar. Yo asentía escrutándole los ojos. Tú tirabas de mí con los tuyos –no le sigas la corriente a esta gramola con patas porque su discurso no tiene punto final– parecías querer decirme. Cierto era y además la situación era moderadamente surreal: yo me estaba reinventando lo que aquel hombre decía, habida cuenta de que su dialecto dificultaba no poco mi comprensión. Sin embargo, si hubiera estado solo, si no hubiera estado allí David haciendo retorcimientos de reptil impaciente en su cochecito, me habría quedado a escucharle toda la mañana. Llámalo solidaridad entre expatriados, pero yo tenía la impresión de estar ante una de esas personas que realmente tienen una historia que contar, una que desgraciadamente ya no quiere nadie escuchar, que nunca nadie quiso atender, porque no es políticamente correcto ser víctima cuando tienes pasaporte alemán.
En fin. Vuelve a Jena. Me tienes que vender tus recuerdos. Y yo te llevaré a tomar café con Carlos Marx. Ahora sé por dónde quedan sus dominios.
Con todo cariño,
tu Exiliado.