15 de abril de 2007
Libros buenos que leo
En picado, de Nick Hornby

Hay libros que uno lee de un tirón y otros libros de los que uno disfruta. Este en concreto pertenece a ambos clubs. Por un lado, engancha de tal manera que es difícil dejar de pasar páginas y se lamenta llegar al final, pero al tiempo no es de aquellos que se leen con ansiedad, estilo El código Da Vinci o La sombra del viento, libros ansiosos donde los haya. La diferencia estriba en que al cerrar los últimos, la sensación es (quizá) la de haber pasado un buen rato y por fin a otra cosa, mientras que al cerrar, no ya el libro entero, sino cada uno de los capítulos de En Picado, las palabras de sus personajes nos quedan rondando en la cabeza: no tenemos más opción que rumiarlas para disfrute propio (o para que nos hagan la puñeta).

El punto de partida es cualquier cosa menos banal: cuatro personajes muy distintos entre sí se encuentran en Nochevieja en la azotea de Topper's House en Londres con la misma sana intención de lanzarse al vacío. Lógicamente, se estorban unos a otros. Se podría tachar de situación demasiado artificial o poco verosímil, pero queda claro desde el principio que no es más que un guiño irónico, una mera disculpa para entrar en materia.
En picado se estructura en tres partes como buen drama clásico. Sin embargo, es lo único que tiene de clásico. Los cuatro suicidas prestan su voz y personalidad por turnos, de modo que la novela está escrita en primera persona cuádruple. Estos turnos —tal vez largos en ocasiones— verifican gran maestría en la redacción: cada personaje habla “como es” y tal como redactaría el personaje, así lo hace el autor. Así, cuando nos habla Jess, hija del ministro de Educación (“¿A que se arrepiente de no haberla llevado a una escuela privada?”) y puro caos mental, Hornby recurre —en una doble pirueta dedicada a los lectores y a su propio estilo— a la redacción descuidada, irregular y hasta con errores, de los que la propia Jess se disculpa: “me gustaría saber dónde van los signos de puntuación o lo que sea. Ahora veo un poco para qué sirven”. Maureen, madre de un hijo en estado cuasi vegetal y cuya visita a Topper’s House constituye su primera salida en años, discurre en constantes preguntas sobre lo apropiado de cualquier conducta, ya que no está familiarizada con ningún otro tipo de conducta, salvo la meramente cuidadora. JJ, músico fracasado americano, posee un discurso plano que gira en torno a una sola idea: la disolución de su grupo y por lo tanto, de su propio ser. Martin, presentador de televisión, acaso el personaje más redondo (y menos paródico), utiliza un lenguaje más introspectivo y autocrítico, punteado de constante ironía. Su desgracia, la que le ha llevado a plantearse el suicidio, es también la más finamente satirizada: un “desliz”social con una menor (por pocos meses: dato puesto por el autor más que a propósito) provoca el derrumbe de sus estructuras familiares y sociales. Sin embargo, no le hace perder la fama, incluso la aumenta.
En actitud asociacionista muy sajona —no me puedo imaginar el mismo tipo de reacción si fueran personajes latinos—, los cuatro adquieren el compromiso grupal, cual terapia, de estar pendientes los unos de los otros, con plazo de caducidad y revisión de intenciones.

La novela, como es habitual —y meritorio— en Hornby, invita a reconocer pensamientos y sentimientos propios. No hay que esperar, de todas maneras, fórmulas maestras, ni siquiera conclusiones definitivas sobre ellos. Ni tampoco sobre los personajes. La situación irreal de partida evoluciona en una más que tangible realidad; una, si se quiere, salida del abismo. Pero tan solo uno de los personajes (no revelaré cuál) parece ver una luz definitiva en su caída en picado, un cambio verdadero. Los otros mundos que el resto experimenta, mundos que se mueven, sin que lo parezca, como la noria junto al Támesis que cierra la novela, no siempre aportan algo al propio. Pero todos se mueven.

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