22 de noviembre de 2007
Vínculos

Con disgusto mal disimulado, Marta eleva la vista hacia el enorme reloj blanco de la pared de la cocina. Las cuatro y cuarto. Se mira las uñas recién pintadas, dudando. Por fin abre el lavaplatos, del que sale una nube de vapor de olor químico. Dejando en la encimera un par de pulseras menudas de plata, comienza a recoger los platos humeantes, apretando los dientes.

—Deja de hacer ruido, coño.

Su hermana nunca susurra, ni siquiera cuando habla por teléfono con otra persona. Tampoco suele molestarse en evitar que los demás oigan sus conversaciones, por privadas que sean. Que Marta se entere por los gritos de su hermana de que Julio está teniendo problemas con el banco, apremios de embargo y esas cosas, no cree que le guste ni a Julio ni a los vecinos. Coloca un par de vasos más en la alacena, amortiguando el entrechocar de los cristales como puede. Se podía ir al salón si le molesta el ruido. Rocío, tiesa, sentada de nuevo de espaldas a ella en la mesa de acero de la cocina, da severas lecciones a Julio, mientras garabatea cifras y otros dibujitos en la libreta de direcciones. Está ocupando parte de la página R que está en blanco, observa Marta. Y queda mucho año, pueden surgir nuevos teléfonos, no se da cuenta. Deja de mirar a su hermana y apretando otra vez la mandíbula, decide seguir vaciando el lavaplatos.

Se oye el brusco clac de la tapa del móvil.

—Mierda, Marta. Deja de joderme ya con los platitos —increpa Rocío a su hermana.

La libreta cerrada de golpe resbala de la mesa.

—Has dejado ya de hablar con Julio, creo —responde Marta, con tono de voz neutro.

“Tengo que recoger esa libreta del suelo”.

—Qué importará que se queden los platos en el lavaplatos. Y vámonos ya, que no llegamos.

Irse. Es lo que hubiera querido hacer hace más de media hora. Ahora no está tan segura. Da media vuelta a la llave de contacto y arranca su Renault Clío, que protesta a la primera. Muy seria sentada al lado, con la mirada un poco perdida, Rocío manipula el móvil.

—Corta por aquí, la Castellana seguro que va fatal.

—No tiene por qué, no es hora punta, ni siquiera viernes —responde Marta.

“Molestarse en mirar si hay tráfico ella, para qué. Simplemente lo sabe”.

Gira por la calle que le indica su hermana.

—Y podías poner aire acondicionado a esta carraca, qué espanto de calor —protesta Rocío, abriendo su ventanilla.

Ahora habla sola con el mismo tono que emplea para hablar por el móvil, poniendo verde otra vez a su aspirante a novio o lo que quiera que sea Julio a estas alturas. Se queja de que la fríe a sms. Y terminante, aclara que no piensa responderle.

—Mujer, te cuenta sus problemas y no le escuchas por teléfono…

—Odio esa dependencia que tiene de mí. Dos sms, lo tengo medido, más de dos se engancha.

Puro manifiesto. Marta calla. A ella Julio le resulta agradable, con su perfil descuidado y como de mucho mundo, pero se cuida de seguir con el tema. Rocío, tantas veces quejosa de que la gente es floja de carácter, tiende a hacer estadísticas de todo. Todo lo mide en minutos de conversación, llamadas de teléfono o visitas calculadas. Entiende las relaciones de todo tipo, familiares o amorosas, en horas computadas. Al padre, una visita al mes. Más se pone tonto. A los Julios de la oficina o de sus espacios de ocio, les consiente tres o cuatro llamadas de más, según promedio. Suele detallar a su hermana estas actitudes, condiciones y maneras de portarse con sus prójimos. Por teléfono a veces, visitándola sin escrúpulos otras, interminables tomas de decisiones con todo tipo de alegatos o excusas. Decisiones de Rocío, sutilmente comentadas por Marta sin cita previa, como ya de niñas, eligiendo juegos. O de adolescentes, eligiendo novios. O de adultas, eligiendo culpables. O como siempre. Como cuando selecciona sus tiendas, sus horarios y sus citas, a la vez que escoge a su personal shopper, que naturalmente es Marta, y programa y organiza y simpatiza y triunfa, porque Rocío es atractiva, y alta, y luego mueve sus fichas de dominó tropezadas ese mes, recomponiendo casillas y tableros, dejando hueco para alguien, quién sabe. Nadie, sabe Marta.

Hay un atasco fenomenal por la alternativa propuesta. Lo sabía. Va a llegar más que tarde a yoga por tener que dejar a Rocío primero. ¿No se podía haber cogido un taxi? ¿No podía haber avisado que venía a comer, como nunca hace? ¿No podía contar también las horas que pasa con ella?

Vuelve a la realidad del tráfico a punto de chocar con el BMW de delante, que, ahora lo ve, ha parado con las luces de emergencia encendidas. Sorprendida, murmura un “perdón, vaya frenazo”, pero es tarde. El móvil última generación de Rocío sale despedido por la ventanilla abierta.

—¿Es que eres gilipollas? ¡Conduces fatal! —le grita Rocío, con ojos incrédulos.

“Tú ni siquiera conduces”.

Sin querer mirar a su hermana, Marta no suelta el volante, paralizada. Entretanto, el coche de delante ha arrancado y los demás comienzan a tocar el claxon.

—¡Vamos, sal y cógelo, joder!

—¿Yo?

—¡Coño, cógelo de una vez, que nos están pitando!

No puede abandonar el coche en medio de semejante vía, en medio del medio de Madrid. Mira hacia los otros coches asustada y por fin a su hermana, que sigue gritando histérica. Los pitidos de los coches de atrás se intensifican, así como los chillidos de Rocío. Marta vuelve los ojos al parabrisas y reacciona de golpe volviéndose hacia la puerta, a punto de abrir y salir a la calzada. No repara en los otros coches que ahora rebasan el suyo por ambos lados.

Pero se detiene súbitamente. “No”. Agarra fuerte las llaves, que había quitado del contacto en un reflejo, se sienta y cierra la puerta abierta. Se vuelve a su hermana y la examina fijamente, primero en silencio, después dejando escapar un sonido nasal indefinido y finalmente, comienza a reírse a carcajadas, sin poder contenerse. Ríe tanto que se le saltan las lágrimas y se tiene que sujetar la cintura. Rocío la mira muda, con prevención, como se mira a un loco que decide algo insólito.

Sigue a carcajadas un buen rato y después se va calmando, secándose las lágrimas. Se queda parada del todo, suspira sonriendo y solo entonces mira por encima del asiento de su hermana, hacia fuera de la ventanilla .

—Mira por dónde, nos hemos librado de Julio, por fin —dice, tranquila y resuelta. Y arranca de nuevo el Renault Clío, entre el muchísimo tráfico de la hora punta que ya acomete en Madrid.

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Lo pensó A. a las 18:09 | Enlace a la entrada |


5 Comentarios:


  • At 5:37 p. m., Anonymous Anónimo

    Grande cosa la risa, e una buona terapia para liberarse de las presiones diarias...quien se apunta...:-DDD

     
  • At 7:26 p. m., Anonymous Anónimo

    No me puedo creer que un relato tan realista y descarnado pueda levantar tan poco entusiasmo por parte de los asiduos...será que el reflejo incomoda ? No se pero a mi me parece un relato ciertamente interesante y justiciero...aplaudo la actitud de Marta, y creo que todos deberiamos reirnos un poquito más para no se tan tan negativos, no cree Sr.Koreander?

     
  • At 4:56 p. m., Blogger A.

    Se agradecen tus alabanzas, Atreyu... pero nadie, ni Martas que hubiera lectoras, están obligadas a dejar su impresión aquí... ¿¿cómo que no?? ¡¡que sí!! ¡¡venga, so vagos, todos a escribir, aunque sea para criticar!!
    :-)

     
  • At 9:42 p. m., Blogger Max Estrella

    Marta y Rocío. ¿Son unas chicas monas y modernas o unas aspirantes a señoronas? No lo sé, pero que nadie se llame a engaño: ni Marta es tan buena ni Rocío tan borrica. No son ángulos opuestos por el vértice sino complementarios (es decir, que las inclinaciones de ambas hermanas sumadas dan 180 grados). Comparación y delimitación son la base de la identidad -ustedes dirán.
    Por lo demás, ustedes me conocen: otro gallo me cantara si se tratase de La Lunares, pero habiéndomelas con Rocío, a mí sólo me puede tocar el papel de Julio. ¿Podrá reírse Julio de su suerte?

    Besos, Salve!, y gracias por tu llamada. Te la devuelvo ahora.

     
  • At 10:49 p. m., Anonymous Anónimo

    Permíteme recordarte, joven Atreyu, que este Karl Konrad de muchos años es librero -librero de viejo- y que como tal se refugia en una esquina algo oscura de su cuchitril a leer sus tomos empolvados. La buena literatura la disfruta en silencio y frunciendo con gesto extraño las muchas arrugas que rodean sus ojos y poco se cuida de adjetivos (sabe, muchacho, que en demasiadas ocasiones la escala de los adjetivos es medida cierta de la irreflexión) ni de vocativos, que suelen desembocar en el tartamudeo.
    ¿Reírse? Sí lo hace, pero por dentro y con una pizca de escepticismo. No creas, acaso por prudencia.
    Salve!, tú ríes tu risa de sarcasmo alegre entre líneas, con una maestría que siempre admiraré. Ese reír es casi un palimpsesto.
    Tú, Atreyu, presumo que te ríes porque te hacen cosquillas. Te diría: prueba a rascarte. Pero no lo hago, que nunca me he dado a consejero.