Queda apenas media hora para que el local cierre. No se nota en absoluto. Grupos de jóvenes diferentes, parecidos entre sí, se agolpan en la barra, buscando su turno con cierto orden caótico. Todo son gritos y ganas de emborracharse. El único camarero detrás de la barra reparte copas de un modo casi clerical. No se altera, no se inmuta cuando grita la parroquia, cuando uno de los grupos le increpa, eh, muévete cabrón, que salto la barra. Que te crujo, tío, que me sirvas ya. Ese cubata, tío mierda. Sin embargo, nadie salta, nadie se atreve a cruzar la sacristía del mostrador de bebidas. El camarero tiene ojos pesados de sueño y hastío. Una a una, alza como un cáliz las copas, las rellena y deposita frente al seminario congregado a su espalda. Cobra diligentemente, recita con precisión cinco euros, seis euros cuarenta y cinco, ocho euros cincuenta. El joven que paga recobra la sobriedad mientras busca monedas, que deposita en su mano casi píamente.
Uno de los grupos bailotea a voz en grito, copa en mano. Se agarran en una conga tambaleante. Dos de las chicas ruedan entre carcajadas por el suelo, provocando un caer de copas propias y ajenas. Surgen vivas, olés y coros de todo tipo. Un chaval que no supera demasiado la edad legal para beber ríe y llora la vez, se tropieza, cae sobre las chicas y se marea.
El camarero se acerca al desastre empuñando la fregona como cirio pascual. Se abre el grupo, con reverencia; las voces se diluyen. Limpia vómitos y alcohol, escrupuloso, cual monaguillo curtido en misas interminables, vigilias interminables, semanas santas interminables. Se aproxima algún acólito improvisado, que le acerca pedazos de vidrio rotos. Sin mirarlo, murmura un gracias oratorio, los arrima al montón y aparta a su vez pies y butacas mientras concluye.
Recoge sus instrumentos y vuelve a la trasera de la barra, ampliamente poblada todavía de jóvenes perezosos de acabar la noche. Arrincona fregona, cubo y bayetas y levanta la vista al seminario, qué le pongo, dígame. Mismas letanías de pedidos y pagados, al ritmo de una música acompasada y estridente.
Hay más humo que luz y el ruido impide conversar. Los grupos se aprietan entre sí para verse, tocarse, olerse y comprenderse. Solo el disc jockey parece ajeno a todo y a todos, moviéndose eléctricamente en su garita plástica. A una seña del camarero, un alzar de mano lento, que al bajar compone casi una bendición, el disc jockey obedece fiel y se escucha una antigua balada de los cincuenta. Protestas, insultos, rebeldía. El camarero deniega copas con un rigor místico, imperturbable. Las botellas son ordenadas y reubicadas en estantes. Los vasos, devueltos al fregadero. Resignación parroquiana.
Las luces se encienden para el ceremonial de despedida y cierre. Muchos ojos se abren desconcertados. Hay un intercambio de besos babosos o de saludos más o menos sinceros, de ganas de repetir. Abrazos exagerados por los vapores etílicos, algún grito fuera de lugar todavía. Una minoría que no puede, no quiere salir.
El camarero está bien plantado en el centro del local, brazos caídos a lo largo del cuerpo, aunque firmes, mirada cansada, aunque determinante. Un halo bíblico que por hoy despide del edén a sus feligreses. Sale el último y el disc jockey recibe su parte. El camarero comienza a ordenar mesas y sillas en el silencio sacramental de la madrugada.
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