—¿Necesita ayuda, señorita?
Te has incorporado sorprendida, las muchas bolsas en las manos doliéndote, el tique del parking en la boca, y miras con una mezcla de vergüenza y querer darte prisa hacia la cola. Vas a bajar los ojos diciendo no gracias, ya puedo, cuando elevas la vista otra vez a tu sonriente interlocutor. Que te llama señorita con una mezcla de sorna y cariño que te suena. Que te ha reconocido. Abres unos ojos como platos y la boca se te descuelga. Es Jorge.
—¡Jorge! ¿Qué haces…? ¿Aquí?
Te ha reconocido. Y por tu espalda. O más bien por tu culo. Por tu vieja falda de gasa, tal vez. Cualquier detalle inoportuno.
—Qué largo te has dejado el pelo. Y te has cambiado el color —observa él, mientras tú permaneces paralizada.
No sabes si volver a dejar las bolsas en el suelo o echarte a correr hacia el coche. Él está muy delgado, y se ha vuelto canoso. Sientes un golpe de calor en la cara. Su traje limpio de corte formal y sobre todo, su corbata, te hipnotizan y asombran más que su propia aparición.
—¿Estás trabajando...? ¿Trabajas cerca? —te corriges rápidamente, nerviosa.
Él no parece haberte oído. No te quita los ojos de encima, ni de tu indumentaria descuidada, ni de tus labios resecos, ni de tus ojos sin maquillar, que deben de estar brillando más de la cuenta. Te está diciendo algo, posiblemente galanterías educadas y vacías, pero tú ahora no oyes. No puede ser, estás delante de Jorge Llopis, en un párking, con las ojeras de cansancio infinito que te ha puesto la perspectiva del viaje con los comerciales; intentando recordar lo último que sabías de él, que tenías escrito de él, tras tanto tiempo sin saber de él. De repente. Que se mudaba a Sevilla, que se acordaba todavía de ti, que te iba a echar de menos, que te llamaría en las Navidades.
Te percatas de que llevas un tiempo parada allí, qué lugar anodino para un reencuentro así, y de que te quedan pocos minutos para salir con ese tique, aunque siempre pensaste que era una leyenda, que no te cerrarían la valla por pasarte de los diez minutos establecidos.
—Bueno, mujer, nunca se sabe, mejor saca el coche, te acompaño.
En la corta distancia que separa la máquina de cobro de tu coche, Jorge te cita los varios lugares en los que ha vivido en estos seis años que lleváis sin veros. Habla suave y algo engolado, tal como tú recordabas su voz, con ese viso de importancia, pero notas un deje de apresuramiento, o tal vez de nerviosismo, que no le conocías. No te pregunta cómo te está yendo la vida. Podría preguntarte y no lo hace, cómo te ha ido desde aquella juntos, te quedaste tan rara y yo preferí no llamarte, te vi tan absorbente, absorbida, yo soy un tío que no se implica tanto, ya lo sabías, me asustaste, te previne, yo soy egoísta, egoísta, descuidado, inmaduro, irresponsable, soy yo…
—Me he casado, ¿sabes? —carraspea él, tras una pausa en su monólogo.
Oportunamente, has conseguido dejar la última bolsa que él te tiende en el maletero y tienes las manos libres y no sabes qué hacer con ellas ni con la noticia. Solo le miras aparentando toda la indiferencia y cortesía que puedes ante esa bomba que hace que te apriete cada recuerdo. Has dicho solo un ah, ¿sí? que bien, totalmente impostado. Vas a simular que no te mueres de curiosidad por saber con quién, apuestas por Macarena, ella te resultó siempre su perfecta acompañante, su perfecta compañera de bares de madrugada, de amaneceres en la playa, de visitas al spa y a sus múltiples estrenos de teatro. Ella que te llamó para pedirte consejo, qué puedo hacer con Jorge, tú le conoces bien, y tú la animaste con todo tu rencor a hacerle feliz, o más bien, a hacerse feliz, infeliz.
“Me he casado, ¿sabes?” Lo ha dicho muy deprisa, y más alto y más agudo de lo que él suele hablar. Te suena a lo siento, discúlpame, me he casado, me he vuelto a casar quiero decir, ya ves, yo que juraba que nunca más lo haría, que con Carmen había bastado, aquí estoy, te digo que me he casado, que soy un tío formal, que me mires, bueno, que me comprendas…
—Tenemos un bebé de seis meses —te indica, simulando frialdad de noticiario.
La cabeza te empieza a dar vueltas y en ella el bebé de seis meses; te imaginas a Jorge paseando un carrito de bebé, cambiando pañales, dando biberones. La sonrisa que le has puesto se te tuerce en una mueca, pero giras rápida la cara escondiéndote de su mirada. Casi sin darte cuenta, le has invitado a sentarse y te encuentras siguiendo las normas educadas, te llevo a algún lado, qué bien, ser papá, ya verás la que te espera, a tu edad además. Bromeas, sonriéndole a sus canas y a tu pasado.
—Ya me darás consejos, ¿eh? —sugiere él , poniéndote la mano en el muslo.
Tú haces esfuerzos por no mirar el anillo que la adorna, por neutralizar el escalofrío.
—¿Cómo está…Luis? —te pregunta mientras manipula su móvil, cortés, distraído, olvidadizo.
—Lucas —le corriges— Muy bien, muy mayor. Un golfo —apresuras tu respuesta, mirando fijamente al salpicadero.
La mención de tu hijo parece devolverte al tráfico, a los pitidos que te dan porque el semáforo ya está en verde y a la constancia de que tienes prisa. Rápidamente cambias de tema. Le cuentas que habías salido a hacer poca compra y como siempre, te reprochas no haber dejado para otro momento el revolver en las ofertas de ropa.
—Sé lo que te gusta la ropa. Lo que te gustaba… —te dice despacio, mirándote primero a los ojos, luego a la blusa.— Ahora te noto… como más hippy, como más relajada —continúa él riéndose, acaso algo forzadamente.
Te dice que él no tiene ya tiempo ni para ropas ni para cuidarse casi, que siempre está pillado. Aunque procura llegar a casa pronto por el bebé. Y por su mujer Ana, la pobre.
—Es increíble todo lo que hay que hacer con un niño pequeño. Ella está agotada, y eso que me ocupo yo de miles de cosas, también yo estoy agotado. Tú sin embargo tienes pinta de salir más.
—Cambio de papeles, ya ves —apuntas con toda la ironía de que eres capaz, aguantando las ganas de arañarle. O tal vez de acariciarle.
Dejas a Jorge Llopis en la esquina que él te pide y escuchas su precipitada despedida mientras te da un beso que quiere ser neutral. Sin embargo, a ti te sabe a posible llamada de teléfono. Quisieras que no te gustase ese sabor, pero te encanta. Quisieras haberle tratado mal, pero saldrías corriendo a abrazarle. Soportas mal saber, constatar, que no puedes volver a verle.
Te quedas un rato en doble fila, observando su andar correcto, un poco rápido, hasta que le pierdes de vista detrás de un kiosco. Arrancas el coche y te dices en voz alta, resuelta:
—No lo cogeré si me llama.
Pero Lucas, vuestro hijo, lo cogerá por ti.
Etiquetas: Relatos
....Qué recuerdos....Me encanta Almu. Besitos.